"Universum", grabado Flammarion, París 1888-Fuente: Wikipedia
Compilación del
Artículo elaborado por Javier Monserrat de la Universidad Autónoma
de Madrid, cátedra CTR de la Universidad
Comillas-Madrid, España, co-editor de Tendencias 21 de las Religiones.
A lo largo del
curso académico 2013-2014 tienen lugar tres conferencias en el Forum Deusto y
tres sesiones del Seminario ofrecido por la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto,
Bilbao, a todos los profesores de la universidad. De acuerdo con los intereses
de la organización, el título general que, como ponente, he puesto a este ciclo
es:
“Dios y Religiones en la Era
de la Ciencia”.
El ciclo se desarrolla
en tres sesiones, la primera, que ya tuvo lugar, los días 20-21 de noviembre de
2013; y la segunda los días 12-13 de febrero de 2014. La tercera conferencia
se leerá los días dos y tres de abril de 2014.
El título de la
primera sesión fue “La cultura de la
ciencia y la visión moderna del silencio-de-Dios”.
La segunda sesión
estudió cómo y por qué la experiencia radical del silencio divino es la base
argumentativa tanto del ateísmo como de la forma en que las religiones formulan
la justificación de su sentido.
Por último, la tercera
sesión, en abril, se presenta la imagen del hombre en la ciencia y en la fe
cristiana.
Ofrecemos aquí, en
este artículo, un comentario a algunos de los perfiles de la temática de
tercera sesión del seminario.
Igualmente
anteriormente ya hemos publicado en Tendencias21 un comentario con ocasión de
la primera sesión, del seminario y otro
comentario de la segunda sesión.
El teísmo y el ateísmo
dogmáticos creían poseer del universo un conocimiento cierto e incuestionable
que respondía a la razón natural, a la ciencia y a la filosofía. Sin embargo,
en la cultura moderna, que incluye aspectos muy variados (sociedad, política,
arte, literatura, etc.), la ciencia y la filosofía construida sobre ella han
influido de forma decisiva a configurar la idea de una sociedad crítica e
ilustrada, tolerante, que se funda en la conciencia de vivir en un universo
enigmático que nos instala en la incertidumbre metafísica.
Todo ello ha producido
en nuestro tiempo una nueva conciencia radical del verdadero alcance del
silencio-de-Dios. La toma de conciencia clara y reflexiva de que Dios está
realmente en silencio es el único punto de partida adecuado para entender el
teísmo y el ateísmo, tal como son posibles en la cultura moderna en la Era de la Ciencia. Reasumimos
ahora estas ideas, expuestas en sesiones anteriores, para reflejarlas en la
idea del ser humano que hoy ofrece la ciencia y su armonía con la imagen del
hombre en la fe cristiana.
La imagen del universo
en la Era
de la Ciencia,
que se forma desde los inicios de la modernidad en el siglo XVI hasta la
maduración de la modernidad
crítica en los dos últimos
tercios del siglo XX, supone conocer con mayor precisión cómo es realmente el
universo creado por Dios y, en consecuencia, ello lleva a la necesidad de
emprender una nueva hermenéutica o interpretación del cristianismo en la
moderna Era de la Ciencia.
La ciencia obliga a
pasar de la imagen de un universo antiguo en que Dios se impone teocéntrica y
teocráticamente, a un universo en que Dios se oculta para crear la libertad y
la dignidad de un hombre que construye creativamente su historia. Lo mismo
acontece en relación a la imagen del ser humano en la Era de la Ciencia. ¿Quién es el ser
humano? ¿Cuál es su naturaleza, su forma de acceder al conocimiento, a la
relación con Dios y la forma en que será salvado por Dios
más-allá-de-la-muerte?
El ser humano ha sido creado por Dios en el
universo tal como la ciencia moderna describe. La ciencia lleva inequívocamente
a una imagen monista del ser humano como un ser que surge de las entrañas de la
materia del universo, hasta la emergencia evolutiva de las condiciones
racio-emocionales propias de la especie humana. ¿Es, esta imagen del ser humano
en la ciencia, compatible con la imagen del ser humano en la fe cristiana?
Comenzamos, pues, este
artículo recordando aquellas ideas expuestas en las sesiones primera y segunda
del ciclo para establecer el nexo lógico con el contenido de esta tercera
sesión sobre el ser humano en la ciencia y en la fe cristiana.
a) La Era de la Ciencia presenta una nueva imagen del universo:
se pasa de un universo que hace patente su Verdad (dogmatismo) a un universo
enigmático que hace posible argumentar el teísmo y hace posible argumentar el
ateísmo, sin imponer ni uno ni otro.
Este cambio de
perspectiva, ¿hace posible entender la existencia de Dios, las religiones y el
cristianismo? Ciertamente ofrece una imagen del mundo real creado por Dios que
conduce a una imagen mucho más profunda y armónica de las religiones y del
cristianismo.
b) Pero la Era de la Ciencia ha propiciado
también una nueva imagen del ser humano. Se ha pasado de una imagen del ser
humano entendido desde el marco de la filosofía greco-romana, que era en último
término dualista, el antiguo dualismo tradicional alma/cuerpo, a una imagen del
hombre “monista” como un puro momento de la evolución del universo físico.
Por tanto, la nueva
imagen del ser humano en la ciencia, ¿es compatible con la imagen del ser
humano en la fe cristiana? Como vamos a ver (esta es la temática de la tercera
sesión del ciclo) la nueva imagen del ser humano en la Era de la Ciencia permite una nueva
hermenéutica o interpretación de la imagen del ser humano en la fe cristiana.
El Silencio-de-Dios, punto
crucial del teísmo y del ateísmo
Las dos primeras
sesiones (en noviembre y en febrero) tuvieron un enfoque más general.
En la primera sesión (noviembre)
explicamos que la nueva visión del universo en la ciencia y en la moderna
cultura hacía posible una nueva manera de sentir el silencio-de-Dios. Al mundo
antiguo construido desde una cultura dogmática, que creía poseer verdades
absolutamente ciertas fundadas en la razón natural (un dogmatismo que podía ser
teísta y ateo), le había sucedido, en la modernidad crítica, la conciencia de
que la verdad última del universo es un enigma y por ello el ser humano
racional debe orientar su vida ante una incertidumbre metafísica inevitable.
Esta nueva cultura de
la incertidumbre – hecha posible en la
Era de la Ciencia
– era la que llevaba a una nueva experiencia radical del hecho de que el
posible Dios, en caso de existir, es un Dios que permanece en silencio ante el
universo (ya que, aunque hay argumentos a favor de su existencia, como veíamos,
en último término Dios “podría no existir”).
En la segunda
sesión (febrero) partíamos
del factum del silencio-de-Dios (presentado ya en
la primera sesión) para mostrar primero que el ateísmo (y las correspondientes
versiones del agnosticismo y del indiferentismo religioso popular moderno) son
siempre una argumentación a partir del silencio-de-Dios que concluye en que no
tiene justificación racional creer que Dios exista y que, por tanto, está
moralmente justificado para el ser humano vivir-sin-Dios-en-el-mundo. Pero, segundo, partíamos además del
mismo factum del silencio-de-Dios para mostrar que
está también en el fundamento de la creencia natural en Dios, de las creencias
de las grandes religiones, y por descontado, del cristianismo.
Es decir, el teísmo no
cierra los ojos ante la realidad, no ignora el hecho del silencio-de-Dios ni
cómo este hecho obstaculiza la aceptación de Dios como real y existente. El ser
humano religioso siente también un inmenso malestar por el silencio-de-Dios.
Pero la religiosidad humana natural y las grandes religiones se fundan en que,
a pesar de su lejanía y de su silencio, existe la posibilidad de que el
silencio-de-Dios tenga un “sentido” en Dios.
Toda posible
religiosidad, desde el interior de un universo en que Dios está en silencio, se
funda, como veíamos en la aceptación de un Dios
oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio; silencio ante
el conocimiento humano por el enigma del universo y silencio ante el drama de
la historia por el sufrimiento.
Todo ser humano
religioso, a su manera, intuye pues que el silencio-de-Dios es real y no por
ello deja de confiar en la salvación obrada por un ser divino; cree que existe
un “sentido” que da razón del porqué del silencio del posible Dios. Por ello,
las religiones habrían construido también, en sus marcos historicistas,
justificaciones teológicas diversas al hecho de que Dios esté en silencio y la
realidad sea tan dramática como sentimos en nuestra vida.
La religión cristiana
y el silencio cósmico de Dios
Ahora bien, ¿qué entonces
la religión cristiana? ¿Cómo entender su armonía con la realidad, es decir, su
armonía con un universo en que Dios permanece en silencio? La religión
cristiana se funda en la pretensión de que en la persona de Jesús se ha
producido una manifestación en la historia del Dios verdaderamente existente y
creador del universo.
Si fuera así, la
revelación de Dios en Jesús (la
Voz del Dios de la Revelación) debería ser, en principio, congruente
con la forma de la creación y la forma de religiosidad que ésta ha hecho
posible para la inmensa mayoría de los seres humanos que no han conocido el
cristianismo, ni lo conocen (La
Voz del Dios de la Creación).
El universo, en
efecto, tal como vimos, sería un escenario creado por Dios para hacer que sea
posible la religiosidad humana, es decir, abrirse a la creencia en un Dios
oculto y liberador, si es que se está en la disposición personal de aceptar a
Dios a pesar de su lejanía y de su silencio. Por tanto, si el sentido de toda
posible religiosidad natural en la inmensa mayoría de los seres humanos – dadas
las condiciones del universo creado por Dios – es siempre la aceptación del
Dios oculto y liberador (este “sentido” es lo que llamábamos, en la segunda
sesión, el “universal religioso”), entonces una eventual revelación del Dios de
la creación debería tener relación con el plan de salvación trazado en el
escenario natural del universo, obra del Dios creador, en que se manifiesta la Voz de ese Dios Creador.
Puestas así las cosas,
el hecho es que la revelación cristiana muestra una esperada, pero no por ello
menos sorprendente armonía con la
Voz del Dios de la Creación. Es sorprendente por la extraordinaria
profundidad – que incluso podríamos calificar como abismal – con que en la
revelación cristiana se explicita, explica y proclama el plan de salvación dado
en el eterno designio de un Dios trinitario. Un plan en profunda armonía con la
naturaleza del escenario del mundo creado por ese mismo Dios para establecer su
relación libre y personal con los seres humanos.
La revelación en Jesús, proclamada en el kerigma (heraldo, quien
anuncia un apostolado) cristiano por la iglesia, nos dice que el Dios
trinitario decidió emprender un plan de creación para hacer a la estirpe humana
partícipe de su realidad y Vida divina (llamada a la filiación divina). Dios
quería crear un ser humano en su plena dignidad de persona libre en la
configuración creativa de su futuro; esta libertad humana radical, sin
sucedáneos, debería hacer posible incluso la negación de Dios y el pecado.
Pero, además, la
creación de un orden natural en que Dios estuviera oculto, en que el ser humano
pudiera concebir un universo sin Dios (porque Dios no quería imponerse), y en
que los seres humanos tuvieran un impulso natural hacia Dios porque sólo en él
pudieran hallar la plenitud de la
Vida, abrió la posibilidad de que el escenario de la creación
fuera el de un ser humano pobre, indigente, abocado a la muerte, instalado en
el sufrimiento y en el drama evolutivo de la historia.
¿Tenía sentido para Dios crear un mundo de
libertad humana radical que llevaría al pecado y a un mundo de sufrimiento, del
que se haría responsable al mismo Dios?
Este mundo y la
historia humana dramática que en él acontecería una vez creado, una historia de
libertad/santidad/pecado y de sufrimiento, no podía nunca exigir, por la
calidad de su propia naturaleza, el ser creado por Dios. Sin embargo, el hecho
es que Dios escogió en su eterno designio trinitario crear este mundo en que el
pecado y el sufrimiento van a ser posibles.
El kerigma cristiano
proclama que la decisión libre de Dios de crear nuestro universo y asumir la
realidad del ser humano santo, pero también pecador, instalado en el
sufrimiento, es decir, la voluntad de Dios de aceptar una estirpe humana
pecadora y sufriente, es la decisión libre que se designa como la Redención, es decir, la
redención del género humano, haciendo posible el universo y la existencia del ser
humano en el escenario del mundo.
Las razones para la
creación y el Misterio de Cristo
Ahora bien, ¿por qué
Dios decidió crear este mundo de libertad y de santidad, pero también de pecado
y de sufrimiento? ¿Por qué Dios decidió crear un mundo donde su existencia
sería objeto de un escarnio masivo por el pecado y en que a Dios se le
atribuiría la responsabilidad moral del inmenso sufrimiento de la historia? En
principio, sólo cabe una respuesta inicial, en concordancia con el kerigma
cristiano: porque Dios consideró que este dramático escenario del mundo iba a
hacer posible niveles altamente cualitativos de la santidad humana.
Santidad que debería
hacer entrar al ser humano en la filiación divina. Siendo esto así, en
principio, no puede ser entendida, sin embargo, la amplitud del proyecto divino
para la santidad humana sin entender la verdadera amplitud del plan de Dios en
la creación.
Un plan que incluía
que Dios mismo emprendería la realización del Misterio de Cristo, hasta tal
punto que la razón, es decir, el por qué de la creación de este universo (el por
qué de la voluntad redentora del Dios trinitario en su eterno designio) fue en
último término el Misterio de Cristo. Es decir, Dios quiso crear una estirpe
humana que se vería enriquecida por la sorprendente y maravillosa decisión
divina de emprender el Misterio de Cristo.
De ahí que la razón de
la creación no sea sólo la santidad humana, sino la “santidad humana enriquecida y plenificada por el Misterio de Cristo”.
Esto hace entender las expresiones de San Pablo al decir que Dios creó el
universo “en” Cristo y “por” Cristo, expresiones que sintetizan el logos o sentido “cristológico” de la Creación.
Pero, ¿qué es el
Misterio de Cristo? El kerigma cristiano ha entendido que el eterno designo
redentor fue obra de la
Trinidad, dentro de la solidaridad de la acción divina
trinitaria. Pero fue la
Sabiduría divina, el Verbo, la Persona trinitaria que
“personificó” la voluntad redentora del Dios trinitario en su unidad de acción.
El sorprendente plan
de creación contenido en el eterno designio, que conocemos por el cristianismo,
incluía un compromiso casi impensable, y misterioso, mistérico, con la estirpe
humana: el de unirse a ella por la Encarnación de la persona divina del Verbo, en la
persona de Jesús, el Cristo o enviado por Dios para desvelar a los seres
humanos el plan de Dios en la creación del universo. Por la Encarnación el Dios
trinitario entra en la estirpe humana, pero también la estirpe humana entra
dentro de la vida divina. El plan de Dios por ello no sólo incluía la filiación
divina sino igualmente la hermandad con Jesús hecha posible por la encarnación.
La kénosis divina en la Creación y en el Misterio
de Cristo. El desvelamiento a los seres
humanos del eterno designio salvador de Dios concebido para la humanidad se
manifiesta y se realiza a través del Misterio de Cristo en un momento de la
historia del mundo. Si Dios en su plan de creación, manifiesto en la Voz del Dios de la Creación, se presenta
como un Dios que se humilla por el silencio-de-Dios, primero ante el
conocimiento por el enigma del universo y segundo ante el drama de la historia
por el sufrimiento, así también el Dios que se manifiesta en la Encarnación es un Dios
que se humilla por la kénosis de la
Gloria de la
Divinidad en la humildad de la carne humana.
La kénosis (Himno de
San Pablo a los Filipenses) debe ser entendida en teología cristiana tanto como
la humillación asumida por Dios en la Creación (kénosis en la creación) como en la Encarnación que se planifica
en el Misterio de la Muerte
y Resurrección (kénosis cristológica). La kénosis o humillación de Dios en la Creación por el silencio
divino, se manifiesta en armonía profunda con la kénosis de la Encarnación y la
kénosis final de la Muerte
y Resurrección de Cristo.
El “universal
religioso” y el “cristianismo universal”
La imagen de la
realidad promovida por la Era
de la Ciencia,
ha permitido pasar, por tanto, de una cultura de “patencia de la verdad”, que
propició tanto al teísmo como al ateísmo dogmático, a una cultura de la
incertidumbre en que el ser humano queda confrontado con el enigma de la Verdad última del universo.
Esta incertidumbre
moderna ha permitido caer en la cuenta de lo que con toda probabilidad fue
intuido ya por todo ser humano a lo largo de la historia (incluso a pesar de la
influencia social de las culturas dogmáticas del pasado): el factum incontrovertible del silencio-de-Dios
en el universo. Por ello, como se explicó en las sesiones primera y segunda de
este ciclo, la religiosidad natural y todas las religiones suponen siempre el
sentido de aceptar un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su
silencio.
Ahora bien, lo que
dice el Dios de la
Revelación en Jesús de Nazaret es precisamente lo que
manifiesta y realiza finalmente el Misterio de Cristo, en armonía con el eterno
designio divino de la creación: que Dios, en la creación, ha querido pasar por
el momento de su ocultamiento, por la kénosis o humillación de su Gloria tal
como se muestra en la cruz, donde aparece tanto el silencio o inoperancia de
Dios ante el conocimiento por el enigma del universo que deja abierta la
libertad y el pecado, como el silencio e inoperancia de Dios ante el drama de
la historia por el sufrimiento; pero, al mismo tiempo, el Misterio de Cristo
también realiza y manifiesta que ese Dios oculto se manifestará como Dios
liberador cuando por la resurrección, anticipada en la resurrección de Cristo,
los hombres entren en la salvación escatológica (más allá de la muerte) que
Dios ha preparado para los santos.
Por consiguiente, en
la cruz se manifiesta el Misterio eterno del designio divino: el de asumir su
silencio ante el Cosmos y ante el drama de la historia. Jesús, el Hijo de Dios,
la persona divina del Verbo o Sabiduría trinitaria, asume en la muerte en cruz
su silencio ante el universo y el sufrimiento humano universal, presente en el
sufrimiento de Jesús en la cruz. Pero el sacrificio de Cristo, que asume el
pecado y el sufrimiento de la historia, así como la unión de todo ser humano al
sacrificio de Cristo, uniéndose al Dios oculto en la cruz, asumiendo su silencio
y el sufrimiento, conducen finalmente a la liberación más allá de la muerte.
Por ello, entre el “universal religioso” y el
cristianismo existe una profunda unidad de sentido. Cualquier ser humano en el
mundo, al ser libremente religioso, acepta la creencia en Dios porque admite el
sentido de creer en un Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su
silencio. Los cristianos, a saber, quienes se han adherido a las palabras y a
los hechos de Jesús de Nazaret, que se muestran en plenitud en el Misterio de
su Muerte y Resurrección, al aceptar el mensaje de Jesús no hacen sino aceptar
de una forma abismalmente más profunda lo que constituye la esencia misma del
“universal religioso”.
Este Misterio no nos
dice otra cosa, en efecto, que es real y existente el Dios que quiere
permanecer oculto ante el conocimiento y ante el sufrimiento (la cruz), pero
que ese Dios alberga un plan de liberación final de la historia (la
resurrección). Es decir, cuando aquellos seres humanos religiosos, que no han
conocido históricamente el cristianismo, lo son es porque implícitamente
aceptan la cruz de Cristo al aceptar al Dios oculto y sufriente, y aceptan
también igualmente la resurrección en la esperanza escatológica de la
liberación.
De ahí que tenga
sentido afirmar la unidad del fenómeno religioso universal, siempre mediado por
el logos del Dios oculto y liberador, de tal manera que el “universal
religioso” tiene su expresión suprema en el “cristianismo universal” que
proclama que toda relación del ser humano con Dios está mediada por la
aceptación del Misterio de Cristo, implícitamente dado en el logos natural del Dios oculto y liberador.
El ser humano, cuestión crucial para ciencia
y fe cristiana
La gran cuestión del ser
humano ha estado presente desde el principio como protagonista esencial de las dos primeras sesiones del ciclo.
El ser humano es una cuestión crucial que nos afecta en lo más íntimo y no nos
deja nunca indiferentes. ¿Quién es el ser humano? ¿Cuál es su naturaleza? ¿Cuál
es su ontología profunda, su modo de ser real en el marco del universo? ¿Existe
el alma en el sentido tradicional? ¿Qué es lo que verdaderamente debe afirmarse
del ser humano en el kerigma cristiano? ¿Cómo se realiza la salvación más allá
de la muerte?
Estas son ciertamente
preguntas cruciales que necesitan una aclaración que nos permita instalarnos
con armonía, racionalidad y congruencia dentro de la fe cristiana. Ciertamente,
sin aclarar estas cuestiones no podemos hablar de un entendimiento suficiente
del lugar de la idea de Dios, del ser humano y de las religiones en la Era de la Ciencia.
El punto de vista que
hemos venido defendiendo en las dos
sesiones iniciales del ciclo
ha sido que el kerigma cristiano necesita una hermenéutica o interpretación
(una búsqueda de armonía con la
Voz del Dios de la Creación), de acuerdo con la imagen de la
realidad en cada época. Nuestra tesis fundamental ha sido que, frente al mundo
antiguo, la imagen del universo en la
Era de la
Ciencia, que se forma desde los inicios de la modernidad en
el siglo XVI hasta la maduración de la modernidad
crítica en los dos últimos
tercios del siglo XX, supone conocer con mayor precisión cómo es realmente el
universo creado por Dios y, en consecuencia, ello lleva a la necesidad de
emprender una nueva hermenéutica o interpretación del cristianismo en la
moderna Era de la Ciencia.
La ciencia, como
acabamos de comentar, nos obliga a pasar de un universo en que Dios se impone
teocéntrica y teocráticamente, a un universo en que Dios se oculta para crear
la libertad y la dignidad de un ser humano que construye creativamente su
historia. Lo mismo acontece en relación a la imagen del ser humano en la Era de la Ciencia. ¿Quién es el ser
humano? ¿Cuál es su naturaleza, su forma de acceder al conocimiento y a la
relación con Dios y la forma en que será salvado por Dios
más-allá-de-la-muerte?
Por tanto, ¿quién es el ser humano? Nuestra
tesis es que el ser humano ha sido creado por Dios en el universo tal como la
ciencia moderna describe. La ciencia no ha llegado al final de los
conocimientos, pero muestra ya con toda seguridad una línea armónica de
conocimiento que lleva inequívocamente a una imagen monista del ser humano como
un ser que surge de las entrañas de la materia del universo, formado
evolutivamente hasta la aparición de la sensibilidad-conciencia (común con el
mundo animal) y, finalmente, hasta la emergencia evolutiva de las condiciones
racio-emocionales propias de la especie humana. ¿Es esta imagen del ser humano
compatible con la imagen del ser humano en la fe cristiana?
La imagen del ser humano en la ciencia y la
fe cristiana
La idea del ser humano
en la fe cristiana ha estado durante siglos y siglos bajo influencia del
paradigma greco-romano. En un marco dualista, se entendió que el ser humano era
un compuesto de alma y cuerpo. El alma era una entidad inmortal por su propia
naturaleza que, al producirse la muerte como separación de alma y cuerpo,
entraba en la dimensión transcendente de la vida eterna. Esta manera de pensar
“dualista” tuvo su origen en Platón y Aristóteles (hilemorfismo), pasando a la
patrística (sobre todo en los neoplatonismos) y a los sistemas escolásticos.
La “idea” platónica o
la “forma” aristotélica recogían el “ser” de Parménides que era lo que era y no
podía dejar de ser.
Santo Tomás distinguió
entre las formas corruptibles (por ser compuestas) y la forma simple, el alma
humana, que era inmortal por su propia naturaleza. Bástenos pues recordar que
el “dualismo” fue una de las características del paradigma greco-romano. La
cultura hebrea (como se ve hoy sin duda en los estudios de antropología hebrea)
no era dualista: el ser humano era una unidad viviente y la vida brotaba del
cuerpo.
Pero el dualismo greco-romano, que dominaba la
cultura inicial en que nació el cristianismo, forzó pronto, desde la
patrística, construir una hermenéutica filosófico-teológica cristiana que ya
era inequívocamente dualista. Este dualismo dominante de la filosofía y de la
teología cristiana (no del kerigma, sino de la hermenéutica) se transmitió a la
vivencia popular de la fe.
Incluso hoy, en
nuestro tiempo, la mayor parte de los cristianos tienen la idea de la
existencia en todos los seres humanos de un “alma inmortal” por su propia
naturaleza ontológica que es lo que perdura más allá de la muerte. Tal como aproximadamente
concibe la imaginación popular, en la muerte se produciría como la exhalación
de esa entidad simple que, sin morir, entraría en una nueva dimensión (es lo
que suele apuntarse en la expresión cristiana popular “exhaló el espíritu”).
Esta idea ha pasado al
arte cristiano donde se ha pintado la separación del alma tras la muerte en
forma de angelitos, llamas o palomas que se escapan de la materia y entran en
el más allá. El alma es espiritual y simple, irreductible por su propia
naturaleza al mundo de la materia que causa la entidad corporal que se corrompe
y deshace tras la muerte.
La muerte no es muerte
del alma, sino la separación de alma y cuerpo, siendo éste objeto de corrupción.
Representación Cristiana de “Alma
llevada al cielo por dos Ángeles”, pintura al óleo de William-Adolphe
Bouguereau (1825-1905). Fuente: oceansbridge.com
Contradicción entre la
idea de alma inmortal y la ciencia
Como hemos tenido
ocasión de explicar en el epígrafe anterior, para la ciencia, cuando el ser
humano muere, muere en su totalidad. Es decir, la ciencia no tiene fundamento
alguno para considerar que en el ser humano exista algo similar a lo que la fe
cristiana ha entendido como alma, en un contexto dualista. La vida psíquica de
los animales (sus sistemas sensitivo-perceptivos, su conocimiento, sus
emociones, y todos los procesos proto-humanos complejos que anticipan la mente
humana) resultan de los procesos engramáticos de las redes neurales (redes,
mapas, circuitos, cánones, pautas… neurales).
En el ser humano todo
sucede de una forma similar a la mente animal, pero en los niveles de
complejidad neural que causan la aparición del estado racio-emocional propio de
la mente humana y su estructura psíquica. La biografía del ser humano y sus
obras en la historia se explican por las funciones que ha producido el sistema
nervioso. En este contexto, como pasa con los animales, la muerte del ser
humano es la muerte de todo el ser humano. La ciencia no tiene argumentos
naturales, asequibles a la razón científico-filosófica, que lleven a pensar que
exista algo más en el ser humano. Esto es un hecho.
Es explicable que esta
visión del ser humano en la ciencia entre en contradicción con la imagen
popular cristiana del alma. El dualismo y la idea de “alma inmortal” es una
imagen tan arraigada (incluso de una forma emocional y vital) tanto en
filósofos y teólogos (y sacerdotes con una formación intelectual muy elemental)
como en la piedad popular de la mayoría de los fieles, que es explicable que lo
dicho por la ciencia se vea como materialismo, impiedad, agresividad.
Basta sospechar que
una persona duda, o pone en cuestión, una creencia tan arraigada para que se
la descalifique y se la margine de mil maneras en ciertos círculos
cristianos. Cabría decir que la creencia en el “alma” es sólo una fe que la
ciencia no tiene por qué conocer.
Pero el problema es que la existencia del alma
ha sido siempre, en el paradigma greco-romano, una afirmación filosófica, y
esto ha traslucido a la idea popular del alma. Muchos científicos, sobre todo
filósofos, psicólogos y neurólogos, conocen la afirmación cristiana del “alma”
como hecho histórico objetivo propio de la tradición cristiana y ello es
ocasión para comprobar y denunciar que el mundo cristiano se mueve fuera de la
racionalidad y de la ciencia. Muchas de las incompatibilidades entre ciencia y
fe se deben a la idea del alma. No son pocos los científicos que tienen en la
idea cristiana de alma una ocasión de burla y escarnio de las creencias cristianas.
Es claro que esta
contradicción, al menos aparente y con presencia social, hace que debamos
preguntarnos, ¿es en efecto la imagen del hombre en la ciencia contradictoria
con la imagen del ser humano en la fe cristiana? Creemos que no es contradictoria.
Pero, para entenderlo, debemos aclarar algunos extremos que deben llevarnos a
una comprensión precisa de lo que queremos decir.
1-La fe cristiana no
implica una idea científico-filosófica del ser humano.
Debe establecerse en primer lugar que el kerigma
cristiano no contiene una idea del hombre ni cultural, ni filosófica, ni
científica. La cultura hebrea tenía una cierta antropología no muy trabajada
filosóficamente, pero que no era dualista. Esta antropología dejó su huella en
la biblia, pero la creencia en la inspiración de las Escrituras, del AT y del
NT, no supone considerar que la antropología hebrea estaba “inspirada”. Más
adelante, la hermenéutica del cristianismo en la cultura greco-romana llevó al
dualismo del paradigma antiguo que tuvo como resultado la idea de alma que
hemos comentado.
Pero debemos entender
que la idea de alma dualista no era “kerigma cristiano”, sino hermenéutica
condicionada por el tiempo. Por consiguiente, la idea cristiana del hombre no
exige necesariamente la identificación con la antropología dualista antigua. La
formación de la idea del hombre en la modernidad estuvo determinada por la
ciencia y, en especial, por la neurología evolutiva, llevando a las
consecuencias expuestas. Es también evidente que la idea cristiana del hombre
tampoco se identifica con la idea del hombre en la ciencia moderna. Por
consiguiente, ¿cuál es entonces la idea del hombre en la fe cristiana?
2) El ser humano en el kerigma cristiano
El ser humano es un ser situado en el mundo cuya
naturaleza racio-emocional le hace estar abierto al conocimiento del posible
Dios y ser posible sujeto de una apelación divina. El cristianismo afirma que
la incipiente llamada de Dios al ser humano en la creación (testimonio del
Padre) y en el sentido del Dios oculto y liberador (testimonio del Hijo, del
Verbo, del Misterio de Cristo) han culminado en la llamada interior del
Espíritu de Dios en el “espíritu” humano (testimonio del Espíritu Santo).
Cuando el ser humano responde positivamente a esta llamada es religioso y entra
en la vía de la “santidad”.
El ser
humano, al ser religioso, vive esta llamada del Espíritu que, al ser una
llamada, mueve a confiar en que no será “en falso”, sino que Dios será fiel a
una llamada que no podrá cumplirse sino tras la muerte. La esperanza cristiana
en una pervivencia más allá de la muerte es, pues, una consecuencia de la
vivencia de una llamada del Espíritu que proyecta a la salvación en que Dios se
compromete por su llamada en la
Creación, en la palabra de Jesús y en la apelación interior
del Espíritu. Es la confianza en la fidelidad de un Dios que llama y apela
interiormente de una forma directa que se vive en la fe religiosa.
3) El ser
humano objeto de la apelación divina
Ahora bien, el ser
humano y el mundo, objeto de la apelación divina, no son necesariamente el ser
humano y el mundo de la cultura hebrea; no son el ser humano y el mundo de la
antropología dualista del paradigma greco-romano; no son el ser humano y el
mundo de la ciencia moderna. ¿Cómo es el se humano y el mundo? En realidad, la
idea cristiana del ser humano está abierta. En principio cómo son el ser humano
y el mundo se manifiesta en la obra de la creación y ésta es conocida por la
razón, por la ciencia y la filosofía, de acuerdo con el avance del conocimiento.
Por tanto, si
la ciencia y la filosofía entienden que el ser humano es como se ha descrito
antes y que no cabe pensar que exista un alma que, por su propio modo de ser
espiritual y simple, en el marco de una antropología dualista antigua, sea inmortal,
cabe pensar entonces que el ser humano es como la ciencia moderna entiende. No
hay otra vía sensata.
Se debe admitir
que el ser humano ha sido querido y creado por Dios tal como la razón humana
entiende en este momento de la historia. No tiene sentido seguir aferrados a
una manera de entender que el ser humano fue superado por la ciencia moderna
porque la apelación divina al ser humano, la respuesta e historia religiosa de
la persona humana, la salvación y la pervivencia más allá de la muerte, pueden
entenderse cristianamente sin necesidad de recurrir a un alma inmortal por
naturaleza, que no muere (tal como se entendía en el paradigma antiguo). Todo
parece indicar hoy que el ser humano muere en su totalidad, pero la persona
humana configurada en la historia de su relación con Dios, la parte superior
del ser humano (que podemos seguir llamando “alma”, con tal que no le demos un
sentido dualista), será salvada por Dios.
4) La llamada salvadora del Espíritu se cumplirá en la Nueva Creación
Por tanto, el
ser humano es la historia de la vivencia personal de su Yo, sus conocimientos,
sus emociones, sus decisiones libres, incluso en parte su esclavitud del
determinismo neural, sus trabajos, su vida interior, sus pensamientos, sus
relaciones interpersonales, sus amores, sus sufrimientos, su vivencia del
dramatismo de la historia, el camino hacia Dios a lo largo de la vida, sus
decisiones y vivencias religiosas, el diálogo mistérico con Dios a lo largo de
los años… Ese conjunto de experiencias de la biografía del Yo constituye la
parte superior del ser humano, su “espíritu”: podemos decir incluso que el ser
hum,ano, a lo largo de su vida ha configurado su “alma personal”, hecha a
partir de las posibilidades de su biología neurológica específica, creada y
querida por Dios.
Esa alma humana que recibe la llamada o apelación del Espíritu de Dios confía
en la salvación y pervivencia más allá de la muerte no porque el alma no muera
por su ontología física, sino porque Dios, en la Nueva Creación
prometida, emprenderá la recreación de nuestra alma personal. Ya el mismo San
Pablo, al referirse a la esperanza cristiana de la vida eterna, se refiere
siempre a ella en términos de resurrección, de la re-creación hecha por Dios de
nuestro cuerpo ya inmortal en la Nueva Creación. Sin resurrección no habría
esperanza de salvación.
Incluso para la teología antigua, ya que las almas sin el cuerpo no tenían
individualidad personal, debía esperarse igualmente la re-creación de un nuevo
cuerpo inmortal hecha por Dios. En la liturgia cristiana hay formulaciones (que
provienen de San Agustín) que pueden interpretarse en el sentido que
explicamos: “aunque la certeza de morir nos entristece…”, ya que la muerte de
nuestra entidad humana es cierta, sin embargo, “nos consuela la esperanza de una
futura inmortalidad”, ya que la inmortalidad en que el ser humano puede confiar
por la fe, no es una inmortalidad natural debida a una “indestructibilidad
físico-ontológica de un alma aristotélica” sino la inmortalidad re-creada por
Dios en la Nueva
Jerusalén Celestial.
Esta creencia
en la omnipotencia divina para re-crear el yo personal de cada uno en un nuevo
cuerpo inmortal, es una creencia, una persuasión fundada en la fe y envuelta en
un profundo misterio. ¿Cómo crea Dios el universo? ¿Cómo se relaciona la
ontología del universo con la ontología de Dios? Todo esto y otras muchísimas
cosas no las conocemos.
El ateo tampoco puede responder muchas de las preguntas acerca de la existencia
de un puro universo. El ser humano vive en el misterio, y uno de los misterios
de la fe es cómo la omnipotencia divina será capaz de re-crear nuestro yo
personal de una forma más rica y potente que en la tierra. Pero la creencia
esperanzada de que el Dios que ha sido capaz de crear el universo vaya a ser
también capaz de emprender una Nueva Creación donde salve también la
personalidad de todos los seres humanos, no es sino una forma lógica de admitir
la omnipotencia divina.
Conclusión
Por consiguiente, la única actitud que tiene sentido para la filosofía y la
teología cristiana es entender que el mundo ha sido creado por Dios tal como la
ciencia y la filosofía moderna entienden, hasta este momento de la historia,
con rigor y honestidad.
No tendría
sentido, ni sería culturalmente posible, enrocarse en una visión antigua y
anacrónica de las cosas que sólo acabaría conduciendo a la marginación
intelectual de la fe cristiana en el mundo moderno y a dificultar
innecesariamente la proclamación del kerigma cristiano. Hay que admitir que el
universo ha sido creado por Dios en la forma que la ciencia describe. Ahora
bien, la imagen del ser humano y del mundo en la ciencia moderna es
perfectamente compatible con la imagen esencial del ser humano en la fe
cristiana, un ser humano apelado por Dios en el Espíritu y llamado a la
salvación.
El “alma” humana
es “inmortal” no porque esté constituida por una ontología “indestructible” o
“inmortal” por su naturaleza, de acuerdo con la imagen dualista que dominó el
mundo cristiano durante siglos, sino porque Dios será fiel a su llamada y la
recreará en la Nueva
Creación, donde perdurará ya sin morir.
El cristiano no
sabe cómo es Dios, cómo ha creado el universo, cómo es la ontología profunda de
la materia, de los seres vivos y del ser humano. Creer en la pervivencia más
allá de la muerte que dará principio a un estado nuevo de inmortalidad no
supone saber racional, científico, filosóficamente, es la respuesta a la
apelación divina y a la fidelidad a la promesa de liberación final que esta
apelación lleva consigo.
Pensemos que el universo enigmático en que vivimos nos sitúa en una profunda
incertidumbre metafísica. El ateísmo es posible, intelectualmente construible y
aceptable con una moralidad natural incuestionable. Pero el ateísmo, sin duda,
legítima opción de la libertad humana, no puede impedir en la actualidad – sin
caer en un dogmatismo arcaico hoy fuera de la sensibilidad de nuestro tiempo –
que el teísmo, las religiones y el cristianismo presenten los argumentos que
hacen su visión religiosa del universo como una forma viable de entender la
verdad última y el sentido de la vida.
Una manera de
ver las cosas, absolutamente mayoritaria en la historia de la humanidad, que no
trata de imponerse necesariamente. Pero que intenta mostrar con toda
legitimidad los argumentos que la hacen viable. Por ello argumentan que, en la Era de la Ciencia, la imagen de un
universo enigmático y en incertidumbre hace posible una religiosidad nueva y
más profunda, de la misma manera que argumentan también que la imagen del ser
humano en el universo evolutivo hace posible una nueva manera de entender la
confianza religiosa en una pervivencia inmortal más allá de la muerte.
Fuente:
Tendencias 21 /Tendencias de las Religiones